Jugando con hambre
Cierto día, sentado en la vieja terraza, presenciaba a través del sucio y roto cristal; a unos niños descamisados, descalzos, de cuerpos muy delgados, con bajo peso y de baja estatura, jugando con una desgatada pelota en el terreno baldío que quedaba al otro lado de la calle. Parecían desesperados, corriendo detrás de un sueño maravilloso, perseguían una esperanza bonita de tonalidades pasteles; siendo lo único que tenían, que les acompañaban, que aguardaban aun en sus reducidas memorias de sus esqueléticas anatomías. Niños, con suficientes talentos para los deporte; pero con muchas dificultades para sobrevivir.
Se movían de un lado a otro, jadeante, cansados, dando muestra de extrema fatiga. Caían a punto de desmayarse, sin energía; como ya había ocurrido antes con sus otros amiguitos. Se tomaban un breve descanso; agotados, para ponerse de pies nuevamente. Sonriendo cada vez que alguno de ellos rodaba por el suelo, mientras que el caído, dejaba sonar numerosos improperios retumbando en aquel soleado espacio. Los pequeños, en su inocencia, no habían percibido todavía que sus continuas caídas eran producidas por la falta de alimentos. No se percataban que no consumían la cantidad de nutrientes posibles para su crecimiento y desarrollo. La inflación y el desabastecimiento le hacían difícil consumir una dieta balanceada.
Sus frágiles cuerpecitos daban muestra de la carencia de nutrientes. La escasez y la crisis le tocaba la puerta seguidamente, su ración diaria de alimentos cada vez era más reducida, con tendencia a agudizarse. Los niños en aquel campo trataban de engañar a su estómago vacío con múltiples piruetas, le hacían un quiebre rápido al hambre, desmarcándose; pero ésta, siempre le sacaba su bandera roja, agarrándolos en posición adelantada, sin ningún tipo de oportunidades. En donde los aplausos que se escuchaban eran el rugido de las tripas en su estómago del hambre que padecían.
Una imagen muy triste de otro niño, sentado en el polvo; rodeado de moscas y de dos perros sarnosos que hurgaban en la basura, de aspecto enfermizo, desnutrido. Luciendo como si estuviera durmiéndose, con su prominente cabeza en su desgastada humanidad, inclinada, ojos hundidos y ojerosos, de aspecto cenizoso, con un rostro sin brillo, que apenas dejaba asomar tristemente una sonrisa por las ocurrencias de sus compañeritos de juego. Vivía su propio infierno, en silencio e indefenso; espantando al hambre. Así como él, miles de niños venezolanos viven su particular infierno con mucho sufrimiento, muriéndose de hambre.
No es necesario acudir al continente Africano como referencia para hablar de hambruna, si en la acera, en la esquina, en las calles, en mi barrio, en los campos de juegos, en mi país petrolero; los niños carecen de comida, padecen de hambre. Las tripas le gruñen por el hambre que tienen. Hay que ver como se la están poniendo difícil a estos niños que tratan de quitarse el hambre a patadas y a bofetadas en sus terrenos de juegos.
Niños que sabemos y estamos seguros que no llegaran a ser parte de la generación de oro. Partes de sus sueños han sido quebrantados por el hambre.